En este segundo capítulo vamos a
aprender cosas maravillosas sobre una tríada de elementos: el carbono, el
silicio y el germanio.
Comenzamos nuestro viaje con una
introducción algo rebuscada para descubrir que el carbono es el elemento que
forma el esqueleto de los aminoácidos. Es sabido que las proteínas son una
larga cadena de aminoácidos que se configuran con una forma tridimensional
específica, pero ¿por qué se unen los aminoácidos entre sí? O, quizás mejor, la
pregunta sería ¿cómo se unen de forma tan eficiente?
La respuesta hay que buscarla en
el lugar que ocupa el carbono en la tabla periódica y en su necesidad de
completar su nivel de energía más externo con ocho electrones (la regla del
octeto). Dado que cada aminoácido tiene átomos de oxígeno en uno de sus
extremos, un átomo de nitrógeno en el otro, y, en medio, un tronco formado por
dos átomos de carbono, éstos últimos comparten un electrón con un átomo de
nitrógeno de otro aminoácido uniéndose de forma estable.
El siguiente elemento que vamos a
estudiar es el silicio, que tiene una relación especial con el carbono y que se
encuentra debajo de él en la tabla periódica (el carbono es el elemento seis y
el silicio es el elemento catorce). Esta posición no es arbitraria y significa
que en el silicio, el primer nivel energético lo ocupan dos electrones, y ocho
el segundo, dejando cuatro electrones más como le sucede al carbono.
El silicio ha sido considerado
desde hace décadas como el sustituto ideal del carbono para constituir el elemento
básico de una posible vida extraterrestre. Sin embargo, pese a las similitudes
entre ambos, el silicio plantea dificultades en principio difíciles de
solventar:
· Las formas de vida basadas en el silicio
necesitarían transportar este elemento hacia o desde su cuerpo para reparar
tejidos o participar en el metabolismo, del mismo modo que los organismos de la
Tierra mueven carbono por sus cuerpos.
El principal problema para ello es que el silicio es
sólido y no un gas como, por ejemplo, el dióxido de carbono. Sin una manera de
intercambiar gases con el medio, las «plantas» de una hipotética vida basada en
el silicio se morirían de inanición, y el equivalente de los «animales» se ahogaría
con los productos de desecho que no podrían eliminar.
·
¿Estas hipotéticas formas de vida podrían captar
el silicio de otra forma?
Algo así sería posible aunque bastante complicado
porque el silicio tampoco se disuelve en agua, de ahí que algún remedo a la
circulación sanguínea para transportar nutrientes también estaría descartado.
·
El silicio podría ser un sustituto adecuado del
carbono en el equivalente marciano de las grasas o las proteínas.
Sin embargo, el silicio no es lo bastante flexible como
para doblarse hasta el punto de formar anillos y tampoco puede formar enlaces
dobles, que aparecen prácticamente en todas las moléculas bioquímicas
complejas. En definitiva, cualquier hipotética vida extraterrestre basada en el
silicio no contaría con demasiadas opciones para almacenar energía química.
Esto nos abre la vía del
siguiente elemento que vamos a estudiar en este capítulo: el germanio.
«Podemos
utilizar silicio en ordenadores, microchips, coches y calculadoras. Los
semiconductores de silicio han enviado hombres a la Luna e impulsan internet.
Pero si las cosas hubieran ido de otro modo hace unos sesenta años, tal vez hoy
estaríamos hablando de Germanium Valley en el norte de California.»
Al hablar del germanio vamos a
conocer a bastantes personajes interesantes. Empezamos por William Shockley,
que quiso fabricar un amplificador de silicio que reemplazara los tubos de
vacío de las computadoras: estos tubos amplificaban las señales electrónicas de
manera que las débiles no murieran, al tiempo que actuaban como puertas de un
solo sentido para la electricidad, de manera que los electrones no pudieran
fluir hacia atrás en los circuitos.
Aunque lo intentó, su
amplificador de silicio nunca llegó a funcionar, pero no cejó en su empeño
delegando la tarea en dos científicos subordinados, John Bardeen y Walter
Brattain.
Éstos vieron enseguida que el
silicio no era el mejor material para trabajar así que eligieron el germanio.
Con él construyeron en diciembre de 1947 el primer amplificador de estado
sólido del mundo. Lo llamaron transistor.
Shockley en un principio se
dedicó a restarle crédito al trabajo de Bardeen y Brattain, hasta el punto de «desterrar»
a su principal rival intelectual, Bardeen, a otro laboratorio, sin relación con
el suyo, para que se dedicara a desarrollar una segunda generación de los
transistores de germanio, más dirigida a la comercialización (el enfado de
Bardeen le llevó a abandonar la investigación sobre los semiconductores). Finalmente,
Bardeen, Brattain y Shockley recibirían el premio Nobel de Física en 1956 por
este descubrimiento.
Sin embargo, no todo era tan
bueno como podría pensarse: el germanio generaba mucho calor, un problema
importante porque hacía que los transistores dejaran de funcionar a altas
temperaturas. Todo esto hacía que los científicos no dejaran de pensar en el
silicio como el mejor sustituto. Además, el silicio era casi tan barato como el
polvo.
Y en este punto llegamos a Gordon
Teal, que presentó el primer transistor de silicio en una feria profesional de
semiconductores de Texas con una demostración impactante: introdujo un
reproductor de discos en aceite hirviendo y, gracias al transistor de silicio
que había fabricado, éste siguió funcionando sin problemas.
Nuestro último protagonista es Jack
Kilby. Kilby encontró un trabajo en Texas Instruments en 1958 y recibió el encargo
de resolver la llamada «tiranía de los números»: en esencia, aunque los
transistores de silicio eran baratos y funcionaban bien, los circuitos de
computación avanzados necesitaban un gran número de ellos. El problema es que
el proceso de fabricación era poco eficiente por lo que en todos los circuitos
era casi inevitable que se rompiera o aflojara alguno de sus elementos y el
circuito entero dejara de funcionar. Dado que los ingenieros no podían evitar
utilizar tantos transistores, el problema era evidente.
La ausencia de supervisores durante
las vacaciones de un tórrido verano le dio el tiempo libre que necesitaba para
perseguir una nueva idea que él llamaba circuito integrado: Kilby desechó el
sistema anterior formado por elementos separados (que había que unir
laboriosamente), y en su lugar grabó todo (las resistencias, los transistores y
los condensadores) en un bloque firme de semiconductor.
Este circuito integrado acabaría
por liberar a los ingenieros de la tiranía de la conexión a mano. Como todas
las piezas se hacían en el mismo bloque no había necesidad de soldarlas. De
hecho, este nuevo sistema permitió a los ingenieros automatizar el proceso de
grabación y fabricar conjuntos microscópicos de transistores, los primeros
microchips de verdad. Kilby fue galardonado tardíamente (en el año 2000) con el
premio Nobel por su circuito integrado.
El capítulo termina con una breve
mención del hombre aclamado por todos como el principal creador de la tabla
periódica: Dmitri Mendeléev, de quien aprenderemos más en los siguientes
capítulos.
¿Qué os ha parecido el capítulo?