La historia evolutiva de Homo
sapiens es todavía muy breve pero hemos de reconocer que en pocos milenos
hemos alcanzado cotas increíbles de desarrollo. La pregunta que se ha venido
planteando en este sentido es si este éxito evolutivo no habrá tenido que ver
con la complejidad del lenguaje. Se han llevado a cabo muchos análisis de los
fósiles de nuestros antepasados para descifrar si poseían una capacidad de
habla como la nuestra, pero no podemos ofrecer ninguna respuesta definitiva porque
ni las sutiles diferencias de forma, ni tampoco el tamaño de nuestro cerebro parecen
ser la solución. A grandes rasgos, podemos descartar diferencias sustanciales
entre el cerebro de los primeros miembros de Homo sapiens y nosotros mismos.
En cualquier caso, hace 150.000 años éramos cazadores y recolectores
y ahora estamos planeando viajar a Marte. Este salto cualitativo en nuestro
desarrollo cultural encaja con un progreso exponencial de la tecnología, y suscita
de nuevo la misma pregunta: ¿Dónde reside la diferencia entre nuestros
antepasados africanos de hace 200.000 años y los actuales habitantes del
planeta?
Para varios investigadores, la diferencia radica en las mutaciones
de unos pocos genes reguladores, que habrían tenido una selección positiva y se
habrían extendido muy rápidamente en las poblaciones humanas.
Es decir, una única mutación génica permite alcanzar
resultados espectaculares y llegar a fenotipos completamente distintos. El
ejemplo de esto es claro: las diferencias genéticas entre los chimpancés y los humanos
apenas superan el 1,5% del genoma. Sin embargo, la función de cada uno de los
genes que nos separan de ellos puede tener –y de hecho las tiene– consecuencias
cualitativas de gran envergadura.
Es posible que la selección natural haya actuado sobre
ciertas variantes de éstos y otros genes que nos han procurado un cerebro más
eficaz en sus funciones cognitivas, como la memoria operativa y la
autoconciencia. Así, la selección natural ha potenciado las variantes que nos
han ayudado a mejorar nuestra relación con un medio siempre hostil.
Ahora bien, podemos preguntarnos si lo que denominamos de
manera genérica inteligencia está relacionada
únicamente con mutaciones específicas en nuestro genoma. Tengamos en cuenta que
si cualquiera de nosotros quedara aislado en un medio rural o un bosque durante
el otoño o el invierno (por ejemplo) no
sólo seríamos incapaces de conseguir alimento, sino que moriríamos de frío en
muy poco tiempo. Es cierto que quizás sobrevivirían algunos individuos
entrenados en técnicas de supervivencia, pero es evidente que no sucedería lo
mismo con la inmensa mayoría de nosotros.
Y esto es porque nuestra evolución ha seguido su propio
camino hacia una socialización muy desarrollada. Siempre hemos sido primates
sociales, pero ahora lo somos en grado extremo. Nuestra especie ha dado un
salto gigantesco hacia la complejidad social: en ello reside nuestro éxito,
pero también el mayor peligro que nos acecha.
Autores como Bruce Lahn sostienen que la presión selectiva y
la fijación de ciertos haplotipos en momentos relativamente recientes de la
evolución de Homo sapiens estarían
sin duda relacionadas con el surgimiento de avances culturales de gran calado,
como la domesticación de los animales y la agricultura.
Es lo que conocemos como la «revolución neolítica». El
Neolítico surgió hace entre 10.000 y 5.000 años en varios puntos de planeta y supuso
el desarrollo de nuevas formas de obtener recursos para nuestra subsistencia,
mediante la domesticación de animales salvajes y el cultivo sistemático de
plantas comestibles.
Esta «revolución neolítica» trajo consigo un crecimiento
demográfico muy significativo, sin duda influido más por el incremento de la
natalidad que por el descenso de la mortalidad –a mayor y mejor alimentación, mayor
aumento de la natalidad–. Como consecuencia de lo anterior, vivimos grandes
desplazamientos de poblaciones para conquistar territorios, asistimos a la
construcción de viviendas, la producción de cerámica y la mejora de las
técnicas de fabricación de herramientas. En definitiva, el Neolítico ha sido
clave en la distribución actual de las diferentes lenguas y sus variantes, así
como en la fijación de determinadas mutaciones genéticas en las poblaciones
humanas.
A pesar de que la revolución neolítica se expandió por el
globo con las poblaciones humanas que iban buscando nuevos territorios, hoy en
día existen poblaciones que no han alcanzado este nivel de desarrollo (como
sucede con los pigmeos de la región del Congo, los Hazda de Tanzania, o los
Ache de Paraguay). Dado que el genoma de los componentes de todos estos pueblos
es como el de los demás humanos del planeta –aunque no hayan alcanzado el grado
de complejidad cultural que nos caracteriza– parece evidente que debe haber algo más, parece que no bastan algunas mutaciones
genéticas para que nuestra especie haya llegado a cotas tecnológicas
impensables hace tan solo un par de cientos de años.
Es posible que la respuesta a este misterio esté en el
llamado «cerebro colectivo». Los seres humanos somos totalmente
interdependientes, cada uno de nosotros desarrolla un rol complementario con el
de los demás miembros de la sociedad. Aunque es muy posible que en las
sociedades primitivas hubiera individuos con una alta capacidad creativa, sus innovaciones
desaparecían en muy poco tiempo sin llegar más allá de, como mucho, unos
cuantos cientos de kilómetros. Si a esto le sumamos la poca esperanza de vida,
el enorme potencial de la «sabiduría de los mayores» se perdería
irremediablemente.
En resumen, para ofrecer una respuesta a porqué hemos llegado
a ser lo que somos, podemos acudir a la idea del «cerebro colectivo». A las
posibles mutaciones que han terminado fijándose por selección positiva en el
genoma de las actuales poblaciones del planeta, hemos de añadir la conexión
virtual entre los centenares o miles de individuos que formamos cada población,
y la que globalmente forman todas las poblaciones del planeta. Para que se de
esa conexión no es necesario que nuestras neuronas entren en contacto directo. Aunque
hace relativamente poco tiempo que hemos prescindido de la conectividad física
para transmitir información, estamos dando un paso trascendental hacia el
futuro, quizá de una nueva especie.
La lectura de este capítulo me ha traído a la memoria una vieja reflexión: ¿Es posible que asistamos a un cataclismo planetario (ya sea medioambiental, causado por alguna guerra o de cualquier otro tipo) que provoque, quizás no nuestra extinción, pero sí una masiva reducción de la población?
No sé qué pensáis vosotros, pero creo que vivimos tiempos complicados y, como nos recuerda José María Bermúdez de Castro en este capítulo, si sucediera una catástrofe que provocase simplemente que dejáramos de disponer de electricidad y perdiéramos el acceso fácil al agua potable, volveríamos a la época del "sálvese quien pueda" y no sé cómo nos afectaría. ¿Qué opináis?
La lectura de este capítulo me ha traído a la memoria una vieja reflexión: ¿Es posible que asistamos a un cataclismo planetario (ya sea medioambiental, causado por alguna guerra o de cualquier otro tipo) que provoque, quizás no nuestra extinción, pero sí una masiva reducción de la población?
No sé qué pensáis vosotros, pero creo que vivimos tiempos complicados y, como nos recuerda José María Bermúdez de Castro en este capítulo, si sucediera una catástrofe que provocase simplemente que dejáramos de disponer de electricidad y perdiéramos el acceso fácil al agua potable, volveríamos a la época del "sálvese quien pueda" y no sé cómo nos afectaría. ¿Qué opináis?